a raíz del seminario "Cuatro Mujeres en la poesía Chilena" dictado por Adriana Valdés
El poeta norteamericano Archivald Mcleish decía “un poema ha de ser, sin palabras/ como vuelo de pájaros”, y la poesía de Cecilia Casanova goza de esa levedad, de una condensación en la que el poema recogido sobre sí mismo, en su silenciarse, nos habla de esos instantes fugaces, de esos juegos del sol, que se estampan como una tarjeta postal en pequeños fragmentos de eternidad.
Y su poesía no escapa a su vida misma, esos instantes vividos o imaginarios, retratados a través del lenguaje del día a día, son -y no pueden sino serlo- medidas cucharadas de su esencia. Estando entre las cosas, entre la memoria y el duro oficio de observar, Cecilia ha logrado plasmar una poesía de una sencilla complejidad, de una engañosa brevedad que colma sin darnos cuenta los minutos que se deshojan de sus libros.
Pareciera que estar con ella, con sus cuadros, flotando en sus palabras no fuera más que otra composición, un poema en donde jarrones y sillas hablan, se reconocen y nos presentan esas imágenes que permanecen suspendidas en la memoria. Porque tras su lectura uno no puede quedar incólume ante la escena de una lobelia azul en un día nublado o la de una fuente que se adelanta a la pena, porque como ella dice “la poesía transfigura las cosas”, las desempolva, las abraza y las vuelve a posar sobre el calendario de nuestra rutina. Y no podemos sino ceder, como ella cedió una coma a Adolfo Couve o una corrección a Enrique Lihn, ante esa maravilla que es volver a habitar el mundo desde la palabra.
Y si se ha escrito y si se ha cincelado o como ella dice “pasado por cloro” el poema es porque la vida no es sino un gran álbum de fotografías, tras el cual, escondámonos o no, surge esa verdad inhóspita: “porque tenemos mucho que decir/ Callamos de una manera torpe”. Una torpeza que nos podemos permitir, porque entre la palabra y el hombre se abre esa herida de insuficiencia, esa herida que nos permite rozar la mano de otro, alcanzarlo, volver a ser esos niños que se sorprendían hasta por el mínimo gesto.
Torquatto Acceto era un ciudadano normal en la Nápoles de 1641. Como la gran mayoría de los artistas de su tiempo puso sus virtudes creativas a disposición del poder, hecho que sin recelo en su época podía considerarse de “feliz”. Secretario del príncipe de la gran ciudad mediterránea, se dedicó a tiempo completo a la trascripción de actas y discursos. En el año señalado publica “Della dissimulazione onesta” (Del honesto disimulo”), un texto breve, de escritura contenida, extraño al intrincado estilo barroco, que no pretendía ser más que un tratado sobre el buen vivir, una exhortación a la prudencia desde los textos bíblicos. Desde su escritura y su gesto ante la vida siglos más tarde el escritor italiano Claudio Magris acertadamente diría: “Escribir es siempre transcribir (…) todo escritor transcribe un texto escondido e inaferrable, el libro indecible de la vida, las palabras grabadas en las cosas, en la nervadura de una hoja o la polvareda de los acontecimientos.[1]”
La poesía de Cecilia Casanova pareciera susurrarnos aquella verdad desde su trazo contenido y vivo, un trazo que nos muestra en la efímera sucesión de situaciones, en las que pretendemos vislumbrar un trozo de ese secreto al que hemos sido arrojados. Se escribe por tanto para retocar los momentos, desde una mirada siempre atenta y sensible, que logra asimilar el mundo desde los estados del alma, que logra cumplir con esa anotación fugaz que es la vida, aquel cesto cargado de nostalgias y retratos. En sus palabras: “Ni el pájaro pese a sus alas/ puede volar/ más allá de lo escrito” (“Destino”) o en otra ocasión “Estamos de paso/ todo es prestado/ se lo debemos a El” (“Deudas”).
Poesía femenina que no nos podemos dar el gusto de clasificar únicamente como tal, pues la suya es de un lenguaje completamente propio, de un registro nuevo y sin precedentes inmediatos en la gran tradición poética chilena. Si podemos reconocer a lo largo de su obra caracteres que le sean propios y que comparta con sus contemporáneos y coterráneos, podremos señalar sin mayor dificultad el uso del verso libre en el seguimiento de una cadencia personalísima, de una habla coloquial, la condensación y la economía del lenguaje, concejo primerísimo de Ezra Pound al que pocos escritores posteriores al 50’ pudieron obviar. Se la ha comparado con Emily Dickinson, no obstante cabe la posibilidad de agregar otros nombres no menores de su tiempo como Anne Sexton, Elizabeth Bishop y Marianne Moore, o en su precisión con la poesía de Montale, Ungaretti, Desnos o Piccabia y más cercanamente al verso limpio y no menos intrincado de Alfonsina Storni. Pero más allá de estas consideraciones en el panorama nacional no podemos señalarla como una seguidora directa de Lihn o Teillier, sino como una voz propia que en su femineidad se presenta en un juego de secreto y apariencia, pero que finalmente llega a ser poesía, y en muchos momentos gran poesía, es decir, ese espacio inefable donde no valen mayormente los géneros.
Y si hemos de hallar una imagen indicada a su re-escritura y trascripción del mundo más allá de la del amanuense medieval o el escriba barroco, y contextualizándola, resultaría la comparación inevitable con la fotografía, y especialmente a la de André Kertesz, John Guttman o de la norteamericana Nancy Starrels. Pero como bien ha dicho el crítico Bruno Cuneo refiriéndose a su libro “Estación Termini”, su fotografía sería de una técnica antigua como la del atrezzo, no instantánea, sino resultante de una larga y cansadora exposición al tiempo[2]. Y más aún me gustaría incluir otra imagen, la del balcón que, a pesar de su constitución estética, de su estilo siempre adecuado al ser de un tiempo, gana por lo que no es, por el paisaje, por la apertura que este significa al espacio visual, de la mirada abierta a la inmensidad. La engañosa levedad de su escritura triunfa por su silencio, simpleza compleja, que Enrique Lihn ha señalado como “un lenguaje a la sordina” que no abusa de su sinceridad y que rehúsa la verborrea y la retórica excesiva[3].
Su obra, esgrimiendo ligeramente alguna de sus temáticas esenciales, la podríamos dividir en tres hilos conductores: la fugacidad, la hondura y la ausencia. La primera de estas se entiende como la desaparición inevitable de aquella razón (o sin razón) que nos dejó la esperanza suspendida, la nostalgia por la belleza que nos ofrece la vida (recordemos el poema “Desde el pentagrama del alumbrado” de “El sonido de las estrellas”), de la felicidad (por ejemplo “Hay días” de “De Acertijos y premoniciones”) y del amor (digamos “Despedida” de “Estación Termini” y “A vuelo de pájaros” de “Los invitados de tu memoria”). La hondura que deja el dolor de la pérdida tanto de quienes han sido nuestros compañeros de ruta (aunque nos podamos comunicar con ellos mediante lenguaje morse, como los poemas dedicados a Enrique Lihn) de uno mismo (“Oscuridad”) y de las cosas que nos rodearon (“Esplendor”). Por último, una ausencia sagrada, la falta de una trascendencia que a través de su obra va primeramente desde el escape total (“Totoral”) a la perduración de este en los instantes en que el ser comulga directamente con el mundo (“Mi misma”). Al mismo tiempo estas temáticas, como ha apuntado Cuneo, se resuelven entre dos movimientos “la levitación deseada y la privación padecida”[4], que en otras palabras podríamos definir como el deseo arraigado de ser eso otro de lo que ese habla, de ser la cosa señalada, ya sea el pájaro y su vuelo o la flor que aún después de muerta perdura en su belleza; ya también la privación y la contención máxima del discurso poético, hasta el silenciarse a sí mismo, mostrándose siempre reprimido u observando a escondidas el mundo desde detrás de una ventana, una puerta, desde un espacio cerrado o delimitado por fronteras visuales como el jardín, una fuente de soda o la presencia permanente de la lluvia que Baudelaire comparaba a una basta prisión de húmedos barrotes.
Parafraseando al poeta inglés Hugo Williams podríamos decir que gran parte de la gente ha escrito alguna vez un poema, o quizás diez, el poeta en cambio es aquel que nunca se detuvo y que se dedicó por toda su vida a reescribir esos diez primeros poemas que lo acompañaron en su juventud[5]. Creo que este es un buen parámetro para reconocer a un gran poeta, para dar ciertos atisbos de su temática, influencias y dialogar con la energía vital que irradia desde su obra. Cecilia Casanova ha logrado transcribir fidedigna y personalmente aquella acta infinita, que por descuido se guarda en los baúles del Tiempo; ha logrado a su manera validar la no desdeñable afirmación homérica: “cual es la vida de las hojas, tal es la de los hombres”.
[1] Magris, Claudio “Utopia y desencanto”, Anagrama, Barcelona, 2004. Pág. 119.
[2] Cuneo, Bruno “Estación termini”, El Mercurio, Revista de Libros, 26 de agosto 2004.
[3] Lihn, Enrique “Prólogo”, Editorial Nascimento, Santiago, 1975.
[4] Cuneo, Bruno “Cecilia Casanova, Mi misma”, El mercurio, Revista de Libros, 2001.
[5] Williams, Hugo “Rimes of passion”, The Observer, Domingo 26 de marzo de 2006. [http://observer.guardian.co.uk/magazine/story/0,,1738877,00.html]
Una bandada alza el vuelo para cobijarse en la blanca superficie de una hoja. En esa pureza total, anterior a toda palabra, uno a uno van emprendiendo el viaje o posándose en desconocidos aleros. Sólo uno cobijado por la tibia mano de quien compondrá aquel primer trazo, la primera nota de aquella partitura, permanece con sus alas abiertas quizás por siempre en el poema. Los otros probablemente regresarán más tarde que temprano, tras correr una cortina, en un piar bajo la lluvia o tal vez en el recuerdo de una plaza italiana.
El poeta norteamericano Archivald Mcleish decía “un poema ha de ser, sin palabras/ como vuelo de pájaros”, y la poesía de Cecilia Casanova goza de esa levedad, de una condensación en la que el poema recogido sobre sí mismo, en su silenciarse, nos habla de esos instantes fugaces, de esos juegos del sol, que se estampan como una tarjeta postal en pequeños fragmentos de eternidad.
Y su poesía no escapa a su vida misma, esos instantes vividos o imaginarios, retratados a través del lenguaje del día a día, son -y no pueden sino serlo- medidas cucharadas de su esencia. Estando entre las cosas, entre la memoria y el duro oficio de observar, Cecilia ha logrado plasmar una poesía de una sencilla complejidad, de una engañosa brevedad que colma sin darnos cuenta los minutos que se deshojan de sus libros.
Pareciera que estar con ella, con sus cuadros, flotando en sus palabras no fuera más que otra composición, un poema en donde jarrones y sillas hablan, se reconocen y nos presentan esas imágenes que permanecen suspendidas en la memoria. Porque tras su lectura uno no puede quedar incólume ante la escena de una lobelia azul en un día nublado o la de una fuente que se adelanta a la pena, porque como ella dice “la poesía transfigura las cosas”, las desempolva, las abraza y las vuelve a posar sobre el calendario de nuestra rutina. Y no podemos sino ceder, como ella cedió una coma a Adolfo Couve o una corrección a Enrique Lihn, ante esa maravilla que es volver a habitar el mundo desde la palabra.
Y si se ha escrito y si se ha cincelado o como ella dice “pasado por cloro” el poema es porque la vida no es sino un gran álbum de fotografías, tras el cual, escondámonos o no, surge esa verdad inhóspita: “porque tenemos mucho que decir/ Callamos de una manera torpe”. Una torpeza que nos podemos permitir, porque entre la palabra y el hombre se abre esa herida de insuficiencia, esa herida que nos permite rozar la mano de otro, alcanzarlo, volver a ser esos niños que se sorprendían hasta por el mínimo gesto.
El honesto disimulo
Torquatto Acceto era un ciudadano normal en la Nápoles de 1641. Como la gran mayoría de los artistas de su tiempo puso sus virtudes creativas a disposición del poder, hecho que sin recelo en su época podía considerarse de “feliz”. Secretario del príncipe de la gran ciudad mediterránea, se dedicó a tiempo completo a la trascripción de actas y discursos. En el año señalado publica “Della dissimulazione onesta” (Del honesto disimulo”), un texto breve, de escritura contenida, extraño al intrincado estilo barroco, que no pretendía ser más que un tratado sobre el buen vivir, una exhortación a la prudencia desde los textos bíblicos. Desde su escritura y su gesto ante la vida siglos más tarde el escritor italiano Claudio Magris acertadamente diría: “Escribir es siempre transcribir (…) todo escritor transcribe un texto escondido e inaferrable, el libro indecible de la vida, las palabras grabadas en las cosas, en la nervadura de una hoja o la polvareda de los acontecimientos.[1]”
La poesía de Cecilia Casanova pareciera susurrarnos aquella verdad desde su trazo contenido y vivo, un trazo que nos muestra en la efímera sucesión de situaciones, en las que pretendemos vislumbrar un trozo de ese secreto al que hemos sido arrojados. Se escribe por tanto para retocar los momentos, desde una mirada siempre atenta y sensible, que logra asimilar el mundo desde los estados del alma, que logra cumplir con esa anotación fugaz que es la vida, aquel cesto cargado de nostalgias y retratos. En sus palabras: “Ni el pájaro pese a sus alas/ puede volar/ más allá de lo escrito” (“Destino”) o en otra ocasión “Estamos de paso/ todo es prestado/ se lo debemos a El” (“Deudas”).
Poesía femenina que no nos podemos dar el gusto de clasificar únicamente como tal, pues la suya es de un lenguaje completamente propio, de un registro nuevo y sin precedentes inmediatos en la gran tradición poética chilena. Si podemos reconocer a lo largo de su obra caracteres que le sean propios y que comparta con sus contemporáneos y coterráneos, podremos señalar sin mayor dificultad el uso del verso libre en el seguimiento de una cadencia personalísima, de una habla coloquial, la condensación y la economía del lenguaje, concejo primerísimo de Ezra Pound al que pocos escritores posteriores al 50’ pudieron obviar. Se la ha comparado con Emily Dickinson, no obstante cabe la posibilidad de agregar otros nombres no menores de su tiempo como Anne Sexton, Elizabeth Bishop y Marianne Moore, o en su precisión con la poesía de Montale, Ungaretti, Desnos o Piccabia y más cercanamente al verso limpio y no menos intrincado de Alfonsina Storni. Pero más allá de estas consideraciones en el panorama nacional no podemos señalarla como una seguidora directa de Lihn o Teillier, sino como una voz propia que en su femineidad se presenta en un juego de secreto y apariencia, pero que finalmente llega a ser poesía, y en muchos momentos gran poesía, es decir, ese espacio inefable donde no valen mayormente los géneros.
Y si hemos de hallar una imagen indicada a su re-escritura y trascripción del mundo más allá de la del amanuense medieval o el escriba barroco, y contextualizándola, resultaría la comparación inevitable con la fotografía, y especialmente a la de André Kertesz, John Guttman o de la norteamericana Nancy Starrels. Pero como bien ha dicho el crítico Bruno Cuneo refiriéndose a su libro “Estación Termini”, su fotografía sería de una técnica antigua como la del atrezzo, no instantánea, sino resultante de una larga y cansadora exposición al tiempo[2]. Y más aún me gustaría incluir otra imagen, la del balcón que, a pesar de su constitución estética, de su estilo siempre adecuado al ser de un tiempo, gana por lo que no es, por el paisaje, por la apertura que este significa al espacio visual, de la mirada abierta a la inmensidad. La engañosa levedad de su escritura triunfa por su silencio, simpleza compleja, que Enrique Lihn ha señalado como “un lenguaje a la sordina” que no abusa de su sinceridad y que rehúsa la verborrea y la retórica excesiva[3].
Su obra, esgrimiendo ligeramente alguna de sus temáticas esenciales, la podríamos dividir en tres hilos conductores: la fugacidad, la hondura y la ausencia. La primera de estas se entiende como la desaparición inevitable de aquella razón (o sin razón) que nos dejó la esperanza suspendida, la nostalgia por la belleza que nos ofrece la vida (recordemos el poema “Desde el pentagrama del alumbrado” de “El sonido de las estrellas”), de la felicidad (por ejemplo “Hay días” de “De Acertijos y premoniciones”) y del amor (digamos “Despedida” de “Estación Termini” y “A vuelo de pájaros” de “Los invitados de tu memoria”). La hondura que deja el dolor de la pérdida tanto de quienes han sido nuestros compañeros de ruta (aunque nos podamos comunicar con ellos mediante lenguaje morse, como los poemas dedicados a Enrique Lihn) de uno mismo (“Oscuridad”) y de las cosas que nos rodearon (“Esplendor”). Por último, una ausencia sagrada, la falta de una trascendencia que a través de su obra va primeramente desde el escape total (“Totoral”) a la perduración de este en los instantes en que el ser comulga directamente con el mundo (“Mi misma”). Al mismo tiempo estas temáticas, como ha apuntado Cuneo, se resuelven entre dos movimientos “la levitación deseada y la privación padecida”[4], que en otras palabras podríamos definir como el deseo arraigado de ser eso otro de lo que ese habla, de ser la cosa señalada, ya sea el pájaro y su vuelo o la flor que aún después de muerta perdura en su belleza; ya también la privación y la contención máxima del discurso poético, hasta el silenciarse a sí mismo, mostrándose siempre reprimido u observando a escondidas el mundo desde detrás de una ventana, una puerta, desde un espacio cerrado o delimitado por fronteras visuales como el jardín, una fuente de soda o la presencia permanente de la lluvia que Baudelaire comparaba a una basta prisión de húmedos barrotes.
Parafraseando al poeta inglés Hugo Williams podríamos decir que gran parte de la gente ha escrito alguna vez un poema, o quizás diez, el poeta en cambio es aquel que nunca se detuvo y que se dedicó por toda su vida a reescribir esos diez primeros poemas que lo acompañaron en su juventud[5]. Creo que este es un buen parámetro para reconocer a un gran poeta, para dar ciertos atisbos de su temática, influencias y dialogar con la energía vital que irradia desde su obra. Cecilia Casanova ha logrado transcribir fidedigna y personalmente aquella acta infinita, que por descuido se guarda en los baúles del Tiempo; ha logrado a su manera validar la no desdeñable afirmación homérica: “cual es la vida de las hojas, tal es la de los hombres”.
[1] Magris, Claudio “Utopia y desencanto”, Anagrama, Barcelona, 2004. Pág. 119.
[2] Cuneo, Bruno “Estación termini”, El Mercurio, Revista de Libros, 26 de agosto 2004.
[3] Lihn, Enrique “Prólogo”, Editorial Nascimento, Santiago, 1975.
[4] Cuneo, Bruno “Cecilia Casanova, Mi misma”, El mercurio, Revista de Libros, 2001.
[5] Williams, Hugo “Rimes of passion”, The Observer, Domingo 26 de marzo de 2006. [http://observer.guardian.co.uk/magazine/story/0,,1738877,00.html]
1 comentario:
Magnífico.
Descubrí a Cecilia y su poesía en el programa de Warknen y desde ese día busco sus versos por todos lados.
Me maravilla ella como persona y su poesía tan simple me llega al alma.
¿dónde estaba yo que no la conocía?
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